Nunca sabes cuándo te llegan las cosas en la vida. Quién me iba a decir a mí aquel noviembre de temporal en el que, con 9 años, mis padres me llevaron al centro (para los que vivíamos en Monelos ir al centro era una excursión) a ver una película de naves espaciales que acabaría muchos años después, en un Londres muy, muy cercano, asistiendo a una convención de frikis fanáticos de los sables de luz.
Rubine estaba inundado por un temporal-aún no teníamos ni paseo ni dunas, era el año 1977- y había arena por todas partes. Lo de la arena era ya una señal de lo que pasaría después. Salía Alec Guinnes y también Peter Cushing, así que mi padre no remoloneó demasiado a la hora de gastar los cuartos para tres en el Cine Riazor. A mis manos habían llegado días antes unos posters promocionales en los que aparecían una tal Leia y un tal Luke con una espada de luz que ante nuestros ojos era un tubo fluorescente, Han Solo y un bicho peludo, un siniestro personaje con un yelmo negro que daba miedo y los favoritos de los críos, dos robots, uno dorado y timorato y otro pequeño y descarado.
Nos sentamos en las butacas y al poco los ojos comenzaron a reflejar los caracteres amarillos de la introducción que se perdía en el infinito de la pantalla acompañados de la música de un desconocido John Williams. “Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”…el crawl (así se llaman los textos que aparecen al principio de casi todas las películas de Star Wars) terminó y una nave pequeña surcó el espacio. Y ahí empezó todo, en el momento en el que el Destructor Imperial se deslizó con lentitud interminable y ocupó todo el cine y los niños y los adultos abrieron la boca de asombro cuando aquel mastodonte atrapó la nave rebelde y Vader avanzó por el pasillo lleno de cadáveres buscando a una princesa que empuñaba una pistola láser sin dudar.
Con los años aprendí que aquella pistola era un Bláster, que la espada de luz era un Sable Láser, que Vader era el padre de la princesa y del tal Luke, que vivía en un planeta con dos soles y una cantina en la que un montón de criaturas extrañas bebían disfrutaban de la música de jazz espacial del mejor compositor de bandas sonoras aún vivo.
Aquel día me cambió la vida y pasé a ser oficialmente una niña friki. Una víctima del merchandising. Lo quería todo de La Guerra de las Galaxias. Pero lo poco que había en Coruña era de un precio desorbitado. En la planta de juguetes de Barros Grandes Almacenes tenían un Halcón Milenario enorme y espectacular. Nunca me lo compraron. Mis padres accedieron a que completara la colección de 187 cromos del álbum que poco a poco y tras mucho esfuerzo completé (el último lo conseguí cambiando todos los que tenía por el Halcón entrando en la Estrella de la Muerte) y pegué con adhesivo de economía de subsistencia: agua y harina. Aún lo conservo a pesar de los tiránicos intentos de mi santa madre de tirarlo a la basura con los Geyperman y los Madelman.
Friki se nace, pero siempre hay algo que te produce esa catarsis, que propicia la revelación. En mi caso fue aquella tarde en el cine Riazor viendo Star Wars. No hubo vuelta atrás.
Religiosamente esperé cada película. Me compré los vinilos, me aprendí las bandas sonoras. Me enamoré de los actores. Daba igual que salieran ositos venciendo al todopoderoso imperio a pedradas o unos elementos microscópicos que daban risa, ahí estaba yo a pie del blaster. Quería ser una Jedi. Luego una Sith. Pasaron los años y la cosa no se curó. Vader confesó que era padre. El hijo redimió el asunto y hubo reconciliación. Pasaron las precuelas y luego vinieron las secuelas. Y al fin una Jedi fue la protagonista. Y las niñas se disfrazaron de Rey Skywalker, igual que yo quise en su momento disfrazarme de Luke, aunque fuese un poco soso y necesitado de un potaje.
Hace días fui a la Convención Europea de Star Wars en Londres. Y a pesar de las colas interminables, de más colas en el Metro (los ingleses desde el Brexit ya son como nosotros, cerrando líneas de tren cuando más se necesitan) de colas para comer y de colas para entrar y de más y más colas mientras entonábamos el adiós a la VISA, los frikis nos sentimos como en casa, rodeados de ositos con lanzas, yelmos, robots malhumorados, niñas disfrazadas de Rey, sables láser y de postre un montón de bravos mandalorianos dispuestos a morir por su credo y su planeta.
Una gozada, oigan.