Al otro lado de la mar

Ese es el lugar donde viven y mueren sus hijos. Más allá siempre del más allá y más acá de esa ternura que se abre en la línea azul de playa. Eterno allí donde el espejo de la luna se torna frío y gris como el metal de un puñal de hoja ancha y profunda, arma sin empuñadura por el que asirlo ni al que asirse cuando lo sientes calar el corazón.


La épica del marinero es vivir en el más amable de los infiernos, honrado y desdeñado por poetas en aras de una mística superior al entendimiento humano.


El cielo, el mar, el amor y la muerte son los cuatro jinetes de ese apocalipsis que encandila a los vates de lo ignoto, en la medida que destilan esencias de fuerzas que nada tienen que ver con lo humano, y que, sin embargo, a lo humano aquejan más allá del mundo sensible. Mundos sin mundo y de nuestro mundo ante los que nos sentimos enloquecer de pasión y belleza. Bien podía ser cada uno de ellos el otro y también él y los otros, en la medida en que cada uno encarna la viva expresión de ese infinito en el que habitamos sin otra conciencia que la de navegar, sostenernos solo; precario equilibrio de seres que lo miden todo en ellos y lo fían todo al albur de fuerzas que no caben en sí pese a que nos consienten sobre sí.


Descansen en paz los hijos de Neptuno, y sea la infinita soledad de las profundidades la primera flor de una resurrección mayor, la de florecer las mareas y corrientes que bañan las desnudas playas de nuestro mar interior.

Al otro lado de la mar

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