Percibimos una indudable sensación de desánimo político. Los adjetivos más duros, cruzados de parte a parte de las dos Españas, se han voceado y se han escrito por personajes tan respetables como uno de los padres de la Constitución, que grita en el desierto que la crisis institucional abierta es “una irresponsabilidad”. He leído incluso algo sobre un cierto aroma a Estado fallido, donde el engranaje que hace funcionar a los tres clásicos poderes de Montesquieu chirría demasiado, la seguridad jurídica está en entredicho y las instituciones se tambalean. Me parece exagerada la definición, pero no negaré que una indudable inquietud te asalta cuando escuchas discursos tan fatalistas como los de la presidenta del Congreso y el presidente del Senado en la noche de este lunes, después de que el Tribunal Constitucional prohibiese a la Cámara Alta votar la reforma del propio Tribunal. Esto tendrá, dicen todos, graves consecuencias. No haber dado este paso sin duda también las hubiese tenido; y ese es el dilema. Permítame recordar, ahora que se nos va este año infausto y nos viene otro cargado de todo tipo de aprensiones, (casi) todas las anomalías que habitan la política en este país nuestro, al que encanta partirse en dos a la menor oportunidad. Porque España es acaso la única nación del mundo cuyo anterior jefe del Estado, que lo fue durante cuarenta años, vive una especie de exilio en una Monarquía feudal y no retornará en Navidad para vivirla en familia. El único cuyo ex presidente de una de las principales regiones, o autonomías, también se declara exiliado tras haber intentado un golpe secesionista, que ahora se quiere ‘perdonar’. El único que tiene a sus instituciones tambaleantes, incluyendo un Consejo de Estado inoperante, además de la crisis judicial ya apuntada. El único cuya Constitución, necesitada de reformas varias que nadie atiende, es frecuentemente incumplida más o menos veladamente en varios de sus artículos y hasta Títulos. El único en el que los magistrados del Constitucional, siguiendo fielmente las consignas de los partidos que los nombraron, ya apenas se hablan, lo mismo que varios ministros del Gobierno acaso más populoso de Europa. Sí, ese Ejecutivo desde el que se acusa a los miembros ‘disidentes’ del máximo órgano de garantías constitucionales casi de ser golpistas con toga y puñetas. En España falta cohesión territorial (el ‘problema catalán’ sigue siendo el número uno de los muchos pantanos políticos que nos anegan), sobra política de confrontación y se registra una insólita carencia de encuentros ‘de Estado’ entre el jefe del Gobierno y el de la oposición, que, para colmo, ni siquiera tiene escaño en el Congreso de los Diputados.
Las sesiones del Congreso y el Senado este miércoles confirmaron la grosera temperatura que se registra en el poder Legislativo, mal y poco imparcialmente conducido, creo que tiene parangón en ningún país europeo; y no me citen, por favor, las divertidas algaradas en el Parlamento británico, que nada tienen que ver con las continuas acusaciones de golpismo dirigidas aquí al adversario. Ni con las alusiones al fin del régimen democrático que escuchamos lanzarse de lado a lado de las Cámaras. No conviene abusar en el uso de palabras tan graves, no vaya a ser que los conceptos se banalicen y acaben aceptándose con normalidad. Claro que aludir a un Estado fallido es, ya digo, una exageración que poco tiene que ver con la realidad de un país que, básicamente, funciona. Con todos los defectos que usted quiera, pero el Estado de bienestar es un bien que existe en una España capaz de organizar mejor que nadie la vacunación contra la pandemia...